Planeta Murciano ha propuesto un ejercicio en su blog: a partir de un cuadro, hacer un relato.
Aquí os dejo el cuadro y mi relato.
Carmen nunca había sido una muchacha guapa, ni agraciada, ni tenía un buen cuerpo, pero la necesidad llegó a ser tan grande que no tuvo más remedio que buscar refugio en la casa de mancebía de la Sra. Gertrudis, cerca de la Puerta de Orihuela y, tragándose su orgullo, vender su cuerpo para poder alimentarse.
Desvinculada ya de su familia, no sentía ni amor ni aprecio por aquéllos que le habían dado la vida: su padre, huertano borracho, pegaba a su madre cuando las cosas no estaban a su gusto y a la menor de cambio: bien porque el cocido estaba frío, bien porque no había más que acelgas para comer, bien porque no quedaba sebo para alumbrarse. Su madre, mujer sin afecto producto de la vida y los palos, era un muro rígido donde se estrellaban los intentos de besos y abrazos de Carmen.
El día en que su padre fijó sus ojos vidriosos en los pechos de Carmen y, acto seguido, le metió la mano por la camisa, ésta decidió que nada ya la vinculaba a la pobre barraca en la que vivían en Alguazas y, al igual que hicieron sus hermanos antes, cogió la única muda de ropa limpia que tenía, las cuatro perras que guardaba en un bote, fruto de sisarle al viejo, y se marchó a la capital.
Sólo dos veces había estado allí con anterioridad y las dos veces, con el mismo propósito: ver salir a la Virgen de la Fuensanta camino de su santuario en el monte. Una de las ocasiones era apenas una niña y la empujó hasta allí una madre aún creyente, con la esperanza de que, rezando a la Virgen, su padre dejara de maltratarla. La segunda vez, ya de moza, se fue con las chicas de la parroquia, para pedir en rogativa que lloviera. Y, entonces, se encontró de nuevo camino a Murcia, andando siguiendo la vera del río, con la esperanza de que las cosas se vieran de otro modo cuando llegara a la catedral.
Sin embargo, apenas habían pasado quince días desde su llegada cuando se dio cuenta de que las cosas no eran cómo ella imaginaba. No supo (o no pudo) dirigirse a los lugares correctos para pedir trabajo, su apariencia sólo demostraba que era una más en la ciudad, pobre chica de pueblo, harta de labrar la tierra y cuidar de las cabras, las manos llenas de callos, poco delicadas para servir en las casas de los señoritos. Apenas sabía coser, mucho menos bordar y ni siquiera tenía belleza con la que encandilar a los posibles patrones y lograr pasar por ello del dintel de las puertas. Por eso había acabado anca la Sra. Gertrudis, después de sus pasos la encaminaran por muchas parroquias y algunos conventos de la capital, después de haber dormido en los soportales de la catedral y de haber mendigado comida a los mercaderes de Sto. Domingo.
Y ahora, pasados ya varios meses desde que entró en el lupanar, la veía ante mi, arropada con la sábana de la cama donde había gozado de ella y azuzando la estufa con la que intentaba darme un poco de calor, a mi, soldado raso de su majestad de la que se creía enamorado, pues le había dado, sin que lo supiera la Sra. Gertudis, dos reales para que se comprara un vestido nuevo.
Aquí os dejo el cuadro y mi relato.
Carmen nunca había sido una muchacha guapa, ni agraciada, ni tenía un buen cuerpo, pero la necesidad llegó a ser tan grande que no tuvo más remedio que buscar refugio en la casa de mancebía de la Sra. Gertrudis, cerca de la Puerta de Orihuela y, tragándose su orgullo, vender su cuerpo para poder alimentarse.
Desvinculada ya de su familia, no sentía ni amor ni aprecio por aquéllos que le habían dado la vida: su padre, huertano borracho, pegaba a su madre cuando las cosas no estaban a su gusto y a la menor de cambio: bien porque el cocido estaba frío, bien porque no había más que acelgas para comer, bien porque no quedaba sebo para alumbrarse. Su madre, mujer sin afecto producto de la vida y los palos, era un muro rígido donde se estrellaban los intentos de besos y abrazos de Carmen.
El día en que su padre fijó sus ojos vidriosos en los pechos de Carmen y, acto seguido, le metió la mano por la camisa, ésta decidió que nada ya la vinculaba a la pobre barraca en la que vivían en Alguazas y, al igual que hicieron sus hermanos antes, cogió la única muda de ropa limpia que tenía, las cuatro perras que guardaba en un bote, fruto de sisarle al viejo, y se marchó a la capital.
Sólo dos veces había estado allí con anterioridad y las dos veces, con el mismo propósito: ver salir a la Virgen de la Fuensanta camino de su santuario en el monte. Una de las ocasiones era apenas una niña y la empujó hasta allí una madre aún creyente, con la esperanza de que, rezando a la Virgen, su padre dejara de maltratarla. La segunda vez, ya de moza, se fue con las chicas de la parroquia, para pedir en rogativa que lloviera. Y, entonces, se encontró de nuevo camino a Murcia, andando siguiendo la vera del río, con la esperanza de que las cosas se vieran de otro modo cuando llegara a la catedral.
Sin embargo, apenas habían pasado quince días desde su llegada cuando se dio cuenta de que las cosas no eran cómo ella imaginaba. No supo (o no pudo) dirigirse a los lugares correctos para pedir trabajo, su apariencia sólo demostraba que era una más en la ciudad, pobre chica de pueblo, harta de labrar la tierra y cuidar de las cabras, las manos llenas de callos, poco delicadas para servir en las casas de los señoritos. Apenas sabía coser, mucho menos bordar y ni siquiera tenía belleza con la que encandilar a los posibles patrones y lograr pasar por ello del dintel de las puertas. Por eso había acabado anca la Sra. Gertrudis, después de sus pasos la encaminaran por muchas parroquias y algunos conventos de la capital, después de haber dormido en los soportales de la catedral y de haber mendigado comida a los mercaderes de Sto. Domingo.
Y ahora, pasados ya varios meses desde que entró en el lupanar, la veía ante mi, arropada con la sábana de la cama donde había gozado de ella y azuzando la estufa con la que intentaba darme un poco de calor, a mi, soldado raso de su majestad de la que se creía enamorado, pues le había dado, sin que lo supiera la Sra. Gertudis, dos reales para que se comprara un vestido nuevo.
3 comentarios:
Me ha encantado tu historia :)
es genial que buena idea!!!
con lo que a mí me gustan estas cosas.... como para no hacerlo...
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